Reflexión

Cómo se hace un maestro

Existe la convicción de que un maestro es aquel que, previo cumplimiento de los re-quisitos exigidos por la Ley, obtiene un título académico que lo hace maestro. Pues no es tan así, eso tal vez sea solo el inicio. Un maestro no nace en un acto de grado, se va haciendo me­diante un proceso llamado práctica docente y son los alumnos sus pequeños grandes hacedores. Si tal vez esto lo leyera un brillante intelectual estudio­so de la educación preguntaría: ¿en qué teoría se fundamenta dicho planteamiento? Y la respuesta es muy sencilla.

Los y las estudiantes educan al maestro, porque desde la convivencia, el saludo diario deja de ser un formal cumplido y entonces brota desde el alma lo que siente su corazón en cada encuentro pedagó­gico, diciéndoles “Buenos días, mis amores”.

Son los y las estudiantes quienes enseñan al do­cente las normas del buen hablante y el buen oyen-te, en el momento cuando el educador aprende a ca-llarse para que hablen ellos o, por ejemplo, cuando saca lo mejor de sí y sus palabras se traducen en bálsamo que ayuda a sanar las heridas internas de ellas y ellos.

Un maestro se hace cuando coloca a un lado los contenidos programáticos para atender las razones por las cuales su alumno estaba distraído en la cla­se o el por qué llegó tarde, las circunstancias que motivan su rebeldía o simplemente por qué sabotea la clase.

Un maestro se hace cuando lo más importante en su planificación es despertar en sus estudiantes la curiosidad por explorar la vida, su capacidad de asombro ante cada detalle, su opinión propia, des­inhibida y ajustada a su lógica de niño, sus alter­nativas para solucionar problemas, desprovistas de obstáculos y prejuicios paralizantes, su capacidad de amar incondicionalmente al maestro que admira y, al mismo tiempo, contar con la riqueza de un co­razón humilde, que perdona y olvida el dolor que, a veces, se les puede causar.

Un maestro se hace cuando sustituye la clase aburrida por experiencias humanizadoras, en un mundo en el que cada vez más se alteran los va­lores; los estudiantes con sus vivencias sinceras y espontáneas les dan sentido al verdadero significa­do de las palabras amor, solidaridad, compresión, paciencia, compromiso, respeto, entrega, desinte­resada, alegría, amistad, esfuerzo… incluso ense­ñan nuevas palabras: “no te enrolles”, “bájale dos”, “ción”, en vez de “bendición”, “hola, bro”, “me veo cool”, entre tantas.

Los alumnos hacen padres a sus maestros, ya que son ellos sus primeros hijos, ayudándolos a superar al rutinario catedrático para ser la persona que los cuida, orienta, acompaña, anima, los ama, consuela, escucha y hasta los hace reír.

Por allí dicen que los docentes son poco valo­rados, pero cuando un maestro visita la casa de su alumno, recibe una esplendorosa y maravillosa bienvenida así sea en medio de las más grandes ca­rencias económicas; los gestos de cariño y atención lo hacen sentir uno de los seres más importante del mundo.

Un maestro se hace cuando, conociendo a sus alumnos, aprende a conocerse a sí mismo, ya que estos pequeños hacedores son hábiles arquitectos, delicados escultores que pueden sacar de adentro, la parte más noble de alguien y dar perfecta forma humana a una persona.

Cuando un docente contextualiza su didáctica en la realidad de la vida de sus estudiantes, la socie­dad deja de serle indiferente, el trabajo pedagógico pasa entonces de ser una actividad por la que recibe un salario a transformarse en un apostolado que se prolonga más allá de la jubilación. Va de un hora­rio de clases a una opción de vida en la que trabaja incansablemente para ser imagen y semejanza de Jesús, sal de la tierra y luz del mundo.

Un maestro sabe que está cerca de serlo, cuan-do aquel estudiante que ya no está en su aula lo visita para compartir, el júbilo por la meta alcan­zada: “maestro, pasé de grado,… profe, ya soy bachiller…”. Y un tiempo después regresa anun­ciándole: “maestro, ya me gradué… ¡me inspiré en usted!”. Es allí cuando contemplativamente aquel educador recorre junto a su ex-estudiante el pasillo que lo lleva hacia el escenario donde todo está listo para recibirlo, a través del éxito del que una vez fue su alumno. El 15 de enero se traslada así, a finales de julio y recibe el más glorioso y significativo re­conocimiento: es MAESTRO.