Buzón del lector

Palabras de inauguración del CFIPJ Fe y Alegría

(23 de septiembre de 1991)

En esta tarde quiero recordar a dos compañeros y hermanos que ya par­tieron de entre nosotros y viven en la plenitud temporal de la vida inapaga­ble. Me estoy refiriendo a los padres Joaquín López López, cuyo nombre hemos que­rido lleve este Centro de Formación, y a José María Vélaz, el Fundador de Fe y Alegría.

Los dos murieron del corazón. Al primero, se lo destrozaron a balazos. Al segundo, le estalló de un infarto, porque ya no le cabían en él tan­tos sueños, tantas inquietudes, tantas urgencias, tantos amores a los jóvenes y niños.

Recordar hoy aquí al padre Joaquín y al pa­dre José María es asumir un compromiso. El compromiso de trabajar con sencillez, audacia y creatividad, por gestar una educación popular integral de calidad que le devuelva al pueblo su palabra y la capacidad para convertirla en vida. Una invocación o un recuerdo que no suponga la decisión de seguir labrando el surco que ellos iniciaron, equivaldría a una traición.

El padre Joaquín López López fue el fundador de Fe y Alegría en El Salvador. Fue también su di­rector durante los 20 últimos años de su vida, y se entregó con tesón y energía a la educación de los más débiles y sencillos. Él también era senci­llo, un hombre a quien le gustaba pasar desaper­cibido, que se movía como una sombra y todo el día lo pasaba con sus pobres.

Lolo, como lo llamaban cariñosamente (por aquello de (Ló-pez, Ló-pez) era una larga sonrisa callada y eficaz. Hombre tímido, hizo de su timi­dez la fuente de una intensa vida interior; y así lo poco que hablaba lo hacía desde adentro, su palabra era una palabra de vida. Así lo recuerdo unos días antes de ser asesinado, cuando en el Congreso Internacional de Fe y Alegría en Qui­to, su palabra y su sonrisa triste nos fueron aso­mando al largo dolor de su pueblo, castigado por una violencia estructural, un dolor que era suyo como parte de ese pueblo.

A Lolo, el Padrecito Quin (por lo de Joaquín), de los niños de las escuelas de Fe y Alegría del Salvador, nos lo mataron. Fue el primero en ser ajusticiado en esa larga locura de terror de la madrugada del 16 de noviembre de 1989, que masacró seis sacerdotes jesuitas, a Julia Elba, la cocinera, y a su hija Celina, que con sus quince años se abría a la vida como una flor.

Es significativo y simbólico el modo en que mataron a los seis padres jesuitas. A los cinco que eran eminentes profesores de la Universidad Centroamericana José Simón Cañas, les dispa­raron con saña, repetidas veces, al cerebro. Los quisieron descerebrar. Les resultaba intolerable una inteligencia que se había puesto al servicio del pueblo. A Joaquín López López le dispararon al corazón. Era como si en alguna forma estu­vieran pretendiendo matar esa fuerza de amor práctico a los pobres que es el corazón de Fe y Alegría. Joaquín, único de los padres nacidos en tierra salvadoreña, murió con las espaldas sobre la grama mirando al cielo. Los otros cinco, nacidos fuera, murieron boca abajo, abra­zados a su tierra de adopción que tanto amaron, y que por ello se empeñaron en conocer como ninguno, para poder interpretar las causas de tanto dolor, de tan larga injusticia, para así contribuir a erradicarlos. El amor al pueblo salvadoreño los llevó a adoptar esa nacionalidad. Fueron primero salvadoreño por adopción, por amor. Y luego, por nacimiento, por el derecho fundamental que otorga la sangre; en su caso, la sangre derramada. Ellos no vinieron a América para enriquecerse, sino para enriquecerla.

Pero, ¿por qué los mataron?, podemos preguntarnos a casi dos años de su muerte. ¿Por qué dispararon sus armas de muerte con­tra ellos que sólo tenían sus voces desarmadas? La respuesta es sencilla: por esgrimir con ellos el arma de sus voces incansables en procurar la paz y la justicia. Por creer que el pueblo tenía una pala­bra que decir. Y esto, para los que viven acostumbrados a acapararpara ellos solos la tierra, la comida, la palabra…, resultaba intolerable. En momentos en que pin­tas anónimas gritaban en las paredes de San Salvador “Haga Patria, mate un cura”, y algunos hablaban de procurar la solución definitiva aun­que para ello hubiera que matar medio millón o un millón de salvadoreños, la propuesta tenaz de estos curas de sentarse a dialogar o negociar, re­sultaba intolerable. Porque dialogar o negociar supone reconocer que el otro existe, que tiene voz, que tiene una palabra que decirme y que yo debo escuchar.

Los mataron por creer en la palabra como puente tendido, como camino para el entendi­miento, como cauce para crear vida. Los mataron por pedir la verdad. Hoy, decir la verdad resulta peligroso. Decir la verdad es desenmascarar la mentira, y eso no se perdona. La estructura so­cial no sólo es injusta, sino que necesita ocultar su maldad presentándose como la única verdad posible. Decir la verdad es disipar la ignorancia y combatir la mentira.

Como a Jesús, los mataron en un gesto deses­perado de impotencia. Pero sobre esa inutilidad –colmada de tristeza– de los asesinos, quedan cada día más resonantes y gloriosas las palabras de los mártires. El padre Lolo y sus compañeros en la vida, en los ideales y en el martirio, creye­ron en un Dios de vida. Encontraron a Dios es­condido en el rostro doloroso de los pobres y lo encontraron crucificado en el pueblo crucifica­do. Y también lo encontraron en esos gestos de resurrección, grandes y pequeños, que cada día construyen los pobres.

El Centro de Formación Padre Joaquín, al bautizarse con el nombre de uno de esos márti­res, asume el difícil compromiso de buscar una educación que le devuelve al pueblo su voz para descrucificarse y pueda expresar los destellos de su resurrección. Una educación que le enseñe a leer su realidad, a decir su palabra y a escribir su propia historia en justicia y libertad y así con­quistar su Pascua.

Cada día vemos con crecimiento y claridad que el problema educativo no es fundamental­mente cuestión de técnicas, de planes, de nue­vas propuestas, de cambiar los pensamientos, de talleres de metodología…, sino de concebir la enseñanza de otro modo, entendiéndola ya no como un ritual descarnado y sin sentido, sino como una invitación al descubrimiento y al auto desarrollo. Educar ya no será entonces impartir una serie de conocimientos o conductas más o menos bien digeridos. Será, fundamentalmente, un colaborar a que el otro se descubra, se co­nozca, se invente, se construya, llegue a ser esa persona en que puede convertirse. El educador tiene, por consiguiente, una misión de parte­ro de la personalidad, misión que sólo realizará adecuadamente si ha sido capaz de descubrir la dimensión ética de su profesión, y él mismo está preocupado por su permanente dignificación y superación. La educación, en definitiva, hace re­ferencia al ser íntimo de la persona, a la conduc­ta, a los valores.

Y esto es lo que significa ser maestro, educa­dor: alguien que ayuda a ser mujer y hombre, a vivir con autenticidad, es decir, con sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y esperanzas.

La vocación docente reclama, por consiguien­te, algo mucho más serio que horas y métodos, algo más que títulos, diplomas, cursos y postgra­dos. Formar mujeres y hombres sólo es posible desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al futuro. Cuando un do­cente vive su diaria tarea no como un saber que le otorga un poder o como una función que tiene que cumplir, sino como una capacidad que le obli­ga a un servicio, está no sólo ayudando a adquirir determinados conocimientos y destrezas, sino está dando un sentido a su práctica educativa, está educando, está enseñando a ser. Esto pre­supone una madurez personal honda, una cohe­rencia de vida y de sentido. Y esta coherencia es imposible sin un permanente cuestionamiento tanto personal como de su práctica educativa y de su proyecto de vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuesta de supe­ración, de crecimiento, será capaz de amarse y por ello, amará realmente al otro, será capaz de recibir amor y por ello podrá darlo. El que cree que lo sabe todo, el que se coloca con autosu­ficiencia frente al alumno, el que piensa que no necesita de los demás, será incapaz de estable­cer una verdadera relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia y permanente educación, será por ello, incapaz de educar.

Por todo esto, quisiéramos que la paciente humildad y la capacidad callada de entrega del padre Joaquín, fueran más que su nombre, el dis­tintivo de este Centro que hoy inauguramos.

P. José María Vélaz y Abraham Reyes

De las múltiples facetas de la personalidad de nuestro fundador, el padre José María Vélaz, quisiera hoy recordar muy brevemente su auda­cia increíble, que le hacía encaramarse sobre las dificultades y era capaz de levantar proyectos de la nada. Quisiera por ello invocar al hombre que, montado en un cerro de Caracas y conmovido por la generosidad rotunda de un albañil, Abra­ham Reyes, que le ofreció todo lo que tenía, su casa para que pusiera una escuela, fue capaz de idear y levantar una red de escuelas en los ba­rrios marginales a punta de audacia y fe en la ge­nerosidad de la gente. No olvidemos que durante sus 16 primeros años, Fe y Alegría creció vigoro­sa e increíble sin recibir un céntimo del Ministe­rio de Educación. El mismo Vélaz que levantó en el Poliedro su palabra valiente y vigorosa para exigir Justicia Educativa, y que en el discurso de la Universidad Católica cuando le otorgaron el Doctorado Honoris Causa, fustigó con un valor increíble la miopía de los personeros del Minis­terio que administran los dineros como si fueran suyos, y hay que mendigarles lo que por justicia están obligados a dar. El Vélaz de “atrevámonos”, “atrevámonos”, “ahora es cuando”, que incendia­ba los corazones de los que le escuchaban. Atre­verse a más en Fe y Alegría es renovarse, rejuve­necer, amontonar victorias. Fe y Alegría debe ser una obra de permanente juventud, audaz para enfrentar las dificultades, valiente para empren­der nuevos retos, generosa para abrirse a los demás. Al padre José María le aterraba que Fe y Alegría llegara a instalarse, a burocratizarse, ru­tinizarse en una serie de escuelas urbanas. Bue­nas y apreciadas, pero sin verdadera garra inno­vadora. Por ello, ejemplo de audacia, su vida fue una desestabilización permanente. Cuando con­sideró que Fe y Alegría estaba lo suficientemen­te cimentada, se retiró al monte y, viviendo como un ermitaño, empezó a construir de la nada una Escuela Profesional en uno de los rincones más bellos del Valle merideño. Y cuando el proyecto del Instituto San Javier del Valle estuvo ya sólido con su diversificado profesional de donde egre­san los alumnos como técnicos medios en una de las quince especialidades que ofrece, se metió llano adentro a sembrar la sabana con escuelas. Escuelas que enseñaran a los niños campesinos a amar la tierra, a cuidarla y cultivarla, a querer y curar sus ganados, a plantar y cuidar árboles, a construir casas dignas donde pudieran levantar familias cristianas.

Solo, en un rancho de la sabana barinesa, va­ciado de todo para poder multiplicarse, murió el padre José María. Su corazón volcánico no pudo soportar el peso de más planes, más andanzas, más problemas…, y se rompió. Se fue con la ma­ñana y con el río Masparro a seguir soñando y dando vida en el océano del cielo. ¿Acaso su vida no había sido un río caudaloso, un perenne desli­zarse por el mundo dando vida?

Recordar estos brochazos fundamentales de la personalidad del padre José María nos está comprometiendo en este Centro de Formación a ser fieles en la audacia de buscar caminos nue­vos que puedan recrear permanentemente a Fe y Alegría en su búsqueda de una educación de calidad, en servicio del pueblo empobrecido.

Quiero dedicar mis últimas palabras a Julia Elba y a Celina, las dos mujeres que fueron asesi­nadas junto con los seis padres jesuitas del Salva­dor. Las dos fueron fiel expresión de ese pueblo sufrido, sencillo y bueno, al que los padres Joa­quín y José María sirvieron tan acertadamente y que nosotros intentaremos ser en este Centro en la medida de mujeres y de hombres débiles y sin el lustre de ellos. Julia Elba y Celina repre­sentan a la buena mujer latinoamericana, solíci­ta, preocupada, que hace milagros para adminis­trar la pobreza y hasta es capaz de convertirla en detalle, en fiesta, en alegría. Julia Elba era la cocinera de los padres, que se multiplicaba para contentar a cada uno, para consentir sus capri­chitos, la de “tómese este guarapito que le va a caer muy bien”, “allí dejé una torta en la nevera”, “pero ya no trabajen tanto, ¿es que nunca van a descansar?”. La cándida Celina, bellísima en su primavera de 15 años, lo miraba todo con sus ojos limpios y profundos sin llegar a comprender nada.

Mujeres fuertes, humildes, audaces, fieles… Siempre he creído que la pujanza de Fe y Alegría radica precisamente en ser una obra eminente­mente femenina.

Voy a terminar con los versos que el gran poeta salvadoreño Oswaldo Escobar dedicó en 1.944 a dos mujeres que fueron asesinadas en uno de esos ya rutinarios cuartelazos para impe­dir un gobierno progresista:

“Valiente la policía orden de los coroneles: en los días más amargos mataron a dos mujeres. Heroínas populares duermen su sueño celeste. desde que ustedes murieron se hizo más grande la muerte“