Conocer la realidad para incluir a nuestros alumnos

(Movimiento Pedagógico Nº 42 – junio, 2008)


¡Es incalculable el valor que las experiencias de otros docentes en sus aulas nos pueden aportar a nuestra práctica pedagógica! La sistematización de la profesora Erika es un claro ejemplo de una docente que, más allá de hacer críticas y señalamientos a los estudiantes que mal llamamos “mala conducta”, se preocupó por ellos y los tomó como tarea educativa y personal en la búsqueda de soluciones para mejorar el comportamiento y disciplina de tres estudiantes en específico dentro de una sección.

Al leer este texto, te podrás dar cuenta que lo descrito es una situación que se nos ha presentado más de una vez en nuestra labor docente y en muchas de esas ocasiones hacemos caso omiso y dejamos todo en manos de los directivos del plantel. ¡Basta de esa actitud! Cuando tenemos a cierta cantidad de estudiantes a nuestro cargo, es propia la responsabilidad de velar por su crecimiento académico y personal, lo cual implica hacerse parte de sus realidades para problematizarlas, contextualizarlas y darles solución desde lo didáctico, lo que sería una valiosa forma de articular los contenidos curriculares.

Cada año quienes trabajamos como educadores tenemos la hermosa oportunidad de ayudar a decenas de niños y adolescentes a abrir sus propios caminos en la vida, ense­ñándoles no solamente a resolver problemas matemáticos, redactar textos, investigar… sino también a valorarse como personas, a fijarse una meta en la vida.

La experiencia que narro a continuación -en mi segundo año dentro de la profesión docente-se ha convertido en algo muy valioso y significa­tivo a nivel personal.

Durante el año escolar 2006-2007 fui la do­cente guía de los alumnos de 7mo grado “A” de la Escuela Básica “Juan Claudio Colin” de Fe y Alegría, institución ubicada en el barrio Bucaral II, en Valencia, estado Carabobo. El grupo esta­ ba conformado por 39 alumnos provenientes de distintos barrios cercanos.

Durante el primer trimestre de ese año es­colar el grupo demostró actitudes de irrespeto e indisciplina, que nos obligó a llevar un registro sistemático en el diario de la institución debido a los conflictos tan fuertes que se generaban en el aula. Nos inquietaba mucho el comportamiento de Anderson, José Angel y Dionny, cuyos repre­sentantes eran continuamente citados por la di­rección del plantel, sin que esto ayudara a modi­ficar su actitud.

Era imposible trabajar con ellos dado que ocurrían cosas imposibles de creer: profesores manifestando su repudio por hechos tan irres­petuosos como las flatulencias en plena clase, se levantaban incesantemente saboteando el ritmo normal de la clase, pedían continuamente permiso para salir del salón por cualquier mo­tivo, hablaban y hablaban sin importarles inte­rrumpir las explicaciones del docente. En este sentido, los profesores terminaron etiquetando al grupo como los peores del colegio “Juan Clau­dio Colin”. Anderson, José Angel y Dionny se en­cargaban siempre de liderizar los brotes de vio­lencia y desacato a la autoridad de los docentes y directivos. Fueron múltiples los momentos en que José Ángel amenazaba a sus compañeros di­ciendo: “Te voy a dar una sola cachetada”. Ander­son vivía más en Coordinación que en el aula de clase porque era increíble la facilidad en la que se metía en problemas.

En una ocasión Dionny se levantó del pupitre para entregar una actividad, arrojando con vio­lencia el cuaderno sobre mi escritorio, al pregun­tarle qué le pasaba y después de discutir con él empecé a indagar sobre sus asuntos personales y empezó a llorar contándome que muchas ve­ces se acostaba sin comer porque su madrastra se preocupaba solamente por sus hijos, recha­zándolo a él. Este alumno demostraba más inte­rés por volar sus papagayos en el colegio que por sus estudios, se enfrentaba a los profesores res­pondiendo de manera insolente a sus reclamos; en este sentido, algunos de sus compañeros de clase imitaban su conducta, al considerarla nor­mal, mientras otros estaban cansados de recibir sanciones inmerecidas. En este aspecto coincido con el planteamiento de Ortiz y Sandoval (2006), quienes señalan “La violencia juvenil daña profun­damente no sólo a las víctimas, sino también a sus familias, amigos y comunidades. Sus efectos se ven no sólo en los casos de muerte, enfermedad y disca­pacidad, sino también en la calidad de vida”. Esto era obvio, la conducta violenta de estos jóvenes estaba presente en el aula y todos éramos testi­gos de la triste realidad que los aquejaba.

Por ser la profesora guía del grupo, era conti­nuamente abordada por los demás docentes de la institución, quienes me planteaban sus inquie­tudes ante el irrespeto y violencia manifestada por mis alumnos. Esto me obligó a realizar una búsqueda de estrategias que permitieran en­frentar la situación, involucrando a mis compa­ñeros de trabajo de tal forma que todos fueran beneficiados.

Fue así como, lentamente, aplicamos una se­rie de estrategias y actividades que nos permi­tieron:

Mejorar las relaciones interpersonales: Se conformó una comisión de alumnos cuya res­ponsabilidad era organizar la celebración de los cumpleaños de cada mes. Eso creó cierto sentido de pertenencia, ya que comenzaron a sentirse parte de “algo”. Entre risas y expectativas espe­raban el pequeño compartir mensual, reflexio­nando siempre sobre la necesidad del respeto y la tolerancia. Al asumir la responsabilidad, el grupo como tal debía mejorar lo hecho en el mes anterior.

Conocer su realidad familiar: Comencé a visi­tar los hogares de mis 39 alumnos para palpar el medio donde vivían y así comprender el porqué actuaban de determinadas formas. Poco a poco, a medida que interactuaba más con mi grupo, comprendí lo importante de conocerlos fuera del ámbito escolar, siendo consciente de cómo mientras más me involucraba con cada uno de ellos, era más aceptada en el grupo y por ende, escuchaban mis consejos.

Modificar mi práctica pedagógica: Las es­trategias en mis clases fueron cambiando, ya no preparaba una clase expositiva sino que buscaba la participación del grupo empleando dramati­zaciones, exposiciones, debates. En esas activi­dades observé por primera vez el entusiasmo de Dionny, Anderson y José Ángel por integrar un grupo. Otros docentes del colegio comenzaron a emplear estrategias similares y la situación en sus clases también cambió. ¡Esos pequeños de­talles nos fueron sorprendiendo, especialmente porque descubrimos que nuestros alumnos que­rían ser escuchados, exigían el derecho de poder decir su palabra, como proclamaba Freinet!

Aprender a asumir responsabilidades: Con­versando con José Ángel, Dionny y Anderson sobre la necesidad de apoyar el trabajo que se estaba haciendo con toda la sección, les indiqué que serían colaboradores en la comisión de dis­ ciplina en el aula. ¡Serían los modelos a seguir por parte del grupo! Resultaba cómico ver cómo le llamaban la atención a sus compañeros; en los recesos cumplía la guardia rodeada por ellos ¡cual gallina con sus pollitos! Mientras nos diver­tíamos jugando bingo, ludo, ajedrez, hablando y compartiendo la merienda.

Escuchar experiencias para aprender: En mis clases los aconsejaba constantemente, les narraba historias que muchas veces eran casos de sus propias vidas, tratando de conocer sus opiniones, indagando cómo enfrentarían esas situaciones, brindando orientaciones que les permitieran reflexionar más sobre sus propias actitudes. Les indicaba que los amigos no debían ser defraudados, por lo tanto era necesario que pensaran muy bien sobre la manera de compor­tarse en el aula y en el colegio.

Apoyando a los hijos: Les sugerimos a algu­nos representantes que se involucraran más con sus representados acudiendo periódicamente a la institución para informarse sobre cómo iban estos y participando si lo permitía el docente encargado en el trabajo de aula. De esa manera, los muchachos se sintieron apoyados por sus pa­dres.

Participar para el bien de todos: A medida que se desarrollaba el trabajo especial con mi grupo de 7mo “A” (sentía que a un ritmo dema­siado lento), los demás profesores comenzaron a apoyarnos. Cada docente de acuerdo a su área adaptó estrategias de refuerzos hacia las actitu­des positivas de los muchachos, favoreciendo el crecimiento personal de cada uno, motivando su participación y una comunicación más abierta entre todos.

Incluso hubo compañeros de trabajo que se sintieron tan identificados con ellos, en especial con Dionny, que le obsequiaron un bolso, un pa­pagayo, un block, camisas, cuadernos, lápices, ropa. Con esos pequeños detalles su actitud cambió: ¡ahora tenía recursos para estudiar y además de la colaboración de sus compañeros, quienes comenzaron a tratarlo de otra forma! Su rendimiento escolar mejoró, en los diarios de clases se plasmaron sus primeras notas positi­vas, aprendió a aceptar e intercambiar ideas, es más tolerante y afectuoso.

Entonces vimos los resultados… Hubo cam­bios notorios con el grupo en mis clases, había un contexto de respeto y cariño porque comen­taban algunos: “profe, me gusta cuando se sonríe”. Ya no eran apáticos ni irrespetuosos. Aprendí a respetarlos, quererlos y valorarlos desde sus realidades. No fue fácil ese trabajo, en ciertas ocasiones recibía quejas de mis colegas porque trabajar en la III Etapa es una labor difícil por las innumerables estrategias que involucran, ¡es una tarea ardua integrar todo y unificar criterios, aunque siempre vale la pena hacerlo! Siempre tengo presente las palabras de Pérez Esclarín (2004), quien enfatiza que “Ama el maestro que cree en cada alumno, lo acepta y valora como es, con su cultura, sus carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños, miedos e ilu­siones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno aunque sean parciales; y siempre está dispuesto a ayudar a cada uno para que llegue tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral…

Además de amar a sus alumnos, el verdadero edu­cador ama la materia que enseña (por ello siempre está buscando, investigando, actualizándose) y ama el enseñar, es educador por vocación. Comprende y asume que la educación no puede ser meramente un medio de ganarse la vida, sino que tiene que ser un medio de ganar a los alumnos a la vida, de provo­carles las ganas de vivir intensamente, de buscar su plenitud”.

Usualmente cuando llego al colegio “Juan Claudio Colin” y observo nuestros alumnos me pregunto ¿cuántos Dionny, Anderson y José Án­gel existirán en las aulas de los centros educati­vos de Fe y Alegría? ¡Me imagino que muchos! Así que la invitación es a la búsqueda de estra­tegias y técnicas que nos permitan acercarnos a ellos para comprender el porqué de sus actitu­des, incluyéndolos en nuestros trabajos como personas y no excluirlos por ignorar su realidad.

Referencias bibliográficas

Ortiz, L. y Sandoval, M. (2006). En la V.I.A. de los valores. Colección Materiales Educativos. Fe y Alegría.

Pérez Esclarín, A. (2004). Educar para humanizar. Edit. Narcea.

En el contexto educativo actual derivado por la pandemia de la Covid-19, te sugerimos preguntarte:

  • ¿Qué estoy haciendo por mis estudiantes?
  • ¿Me dedico solamente a facilitar contenidos?
  • ¿De qué o para qué puede servirles a mis estudiantes la simple facilitación de contedidos sin la debida conexión con su realidad?
  • ¿Busco la forma de acercarme a la realidad de mis discentes y hago de ello un insumo didáctico?
  • ¿Mis clases aportan, pequeña o medianamente, a mejorar la realidad de mis estudiantes?